En El Tamarindo cada
poco tiempo aparece un cadáver. El alcalde, Leonel Rivas Beltrán, cree
que se debe a su situación geográfica y no a la naturaleza violenta de
sus vecinos. Es el primer pueblo que se encuentra a un lado de la
autopista de Culiacán, la capital de Sinaloa, al norte de México, rumbo
a Los Mochis. Tan solo a dos minutos. Un lugar accesible para arrojar
un muerto y huir. Lo raro es que ese muerto sea extranjero.
Un campesino del pueblo se topó con dos a mediados de mayo. Se
encontraban en la parte trasera de un coche hundido en una presa. Dentro
estaban los cadáveres de José Montoya y Fernando Carmona, comerciantes españoles dados por desaparecidos 48 horas antes. Los investigadores de la Procuraduría -fiscalía- de Sinaloa
elaboraron un croquis en base a los movimientos que habían realizado en
días anteriores y llegaron a la conclusión de que estaban tendiendo
puentes con productores locales de droga. Estaban equivocados.
Después de entrevistar a varios oriundos que habían tratado con los
comerciantes, los policías supieron que los españoles eran exactamente
lo que decían ser: vendedores de ropa. "El problema es que vendían caro,
haciéndoles creer a sus compradores que se estaban llevando algo fino,
hecho en Madrid o Barcelona, cuando en realidad se trataban de prendas
baratas", explica un portavoz de la fiscalía.
Hay familias españolas que llevan actuando de esta forma en México
desde los años setenta. El negocio se hereda de padres a hijos.
Haciéndose pasar por sobrecargos de la aerolínea Iberia o empresarios
con un excedente de ropa que no quieren devolver a Europa, abordan a
cualquier transeúnte. En cualquier lugar del país. "La principal
hipótesis del asesinato es que utilizaron este truco con quien no
debían. Con alguien peligroso al que cabrearon mucho", ahonda el
portavoz.
En el corazón del DF
hay una tienda cuyas principales ganancias provienen de las ventas al
mayoreo de abrigos. Hechos en México. Confeccionados en León, Estado de
Guanajuato. Semanalmente, un español llamado Juan compra media docena de
chamarras, le quita las etiquetas y se echa a la calle a venderlas.
Lleva en la ciudad desde mediados de los ochenta. Dedicándose al mismo
negocio. Se hace pasar por el trabajador de una compañía aérea que traía
un encargo para una señora que al final no quiso las prendas. Le
cuestan 300 pesos (23 dólares) y las ofrece a 10.000 (769 dólares).
Después va negociando el precio hasta que el comprador piensa que se
está llevando una ganga. "Hace años hacía mucho dinero de esta forma.
Ahora entre todos los que nos dedicamos a esto hemos recorrido el país.
No hay rincón que no hayamos pisado", cuenta Juan, quien en realidad no
se llama así. Exigió anonimato a cambio de dar su testimonio.
No solo ha utilizado esta treta con abrigos, también con cuberterías
de plata. Conocía a los comerciantes muertos en Culiacán, que provenían
de Sevilla y Madrid aunque pasaban temporadas en México. Entre los que
se dedican a esto causó mucha conmoción el asesinato, la brutalidad con
la que se perpetró, pero ninguna de las cinco personas consultadas por
este periódico dice saber con certeza cuál fue el motivo desencadenante.
Este tipo de vendedores pasan casi desapercibidos. Se acercan sin
armar mucho revuelo a personas que consideran de buen estatus. Esperan a
la salida de colegios, centros comerciales, teatros. Por el café Bolero,
en la colonia Roma, un barrio residencial de la Ciudad de México, han
asomado en varias ocasiones. "Me han venido ya dos o tres veces con esa
vaina y yo los mando a paseo", cuenta el dueño del local, el colombiano
Jaime Henao.
¿Realmente este fue el motivo del salvaje asesinato de los
comerciantes españoles? Al menos es la hipótesis más tangible que
manejan los investigadores. Las víctimas formaban parte de una comitiva
que aterrizó en Guadalajara, Jalisco, en el centro del país, y se
desplazó en tres coches alquilados hasta el norte. Los vendedores se
hospedaban con otras tres personas en el modesto hotel Flamingos, a las
afueras de Culiacán. Salían a primera hora de la mañana y no volvían
hasta la hora de dormir.
Los comerciantes no pasaron en vida por El Tamarindo, si no,
Rivas Beltrán, el alcalde, lo sabría. Dice que todo se sabe en la
comarca. Más sobre alguien de fuera. Los fallecidos dejaron rastro en
otras poblaciones como El Salado, por donde transita un río de agua
salada, y Quilá, una sindicatura a 51 kilómetros de la capital. Rutas
inexplicables para unos comerciantes de pieles.
El portavoz de la fiscalía cree que están cerca de dar con los
culpables del doble asesinato pero periodistas con experiencia como Francisco Cuamea, el jefe de información del periódico Noroeste,
no son tan optimistas. Pone sobre la mesa la existencia en la región de
un alto índice de impunidad. Ronda el 95%. A diario aparecen entre tres
y seis muertos. Una desgracia solapa a la otra. Las historias de cada
uno de ellos van agarrando polvo hasta quedar totalmente en el olvido.
0 comentaris:
Publicar un comentario