Una cabra oscura acaba de parir bajo techo. Tiene las ubres 
hinchadas, se desgañita, aún le queda otra cría dentro. Fuera de la 
nave, el sol cae como aceite hirviendo sobre esta colina amarillenta y 
cegadora de Extremadura. Para enfocar la vista hay que arrugar los ojos.
 El ganado cabecea contra el suelo de forma mecánica. Los rumiantes se 
asustan con la presencia humana, huyen a una esquina de su redil. Un 
cabritillo pardo como un grano de café baila entre las patas de su 
madre. “Nació ayer”, dice el cabrero señalándolo. El sombrero de paja 
ensombrece su rostro tosco, como el de un Tom Hanks crecido en el 
entorno de Monfragüe. Pequeños ojos azules, cara tostada y redonda, 
panza de buen comer. Lleva restos de alfalfa en la camiseta y un siete 
en el pantalón le deja un pedazo del muslo al aire. Este hombre de 47 
años, Adrián González, con mujer y tres hijos, fue alcalde de Plasenzuela
 (Cáceres) hasta hace una semana. Se ve el municipio ahí abajo, 
encajonado entre dehesas pajizas. Muros blancos y tejas, poco más de 500
 habitantes. Su deuda supera los cuatro millones de euros, según consta 
en los documentos oficiales del Ayuntamiento. Sale a unos 8.000 euros 
por cabeza.
 “El pueblo está en bancarrota”, dice González, un cabrero exhausto. 
Dimitió porque no aguantaba más. “Tenía insomnio, demasiada presión, 
hasta tomaba pastillas”. La prensa regional asegura que es el primer 
alcalde de España que abandona voluntariamente el cargo por la crisis 
económica. Podría ser. En la Federación Española de Municipios y Provincias ni confirman ni desmienten el dato. En cualquier caso, eso no es “lo gordo”, en palabras de González.
“Lo gordo” comenzó en 2008, cuando tomó posesión del cargo y se 
encontró unas cuentas públicas secas y arrugadas. Un agujero negro. En 
su primera semana como regidor denunció al anterior Gobierno local por 
su gestión fraudulenta. Rompió el silencio de un pueblo que llevaba una 
década inmerso en una burbuja tramposa. Comenzó una investigación 
judicial que suma más de 12 tomos. Y sigue creciendo. Se habla del mayor
 caso de corrupción de Extremadura. Hay unos seis millones de euros cuyo
 destino se ha volatilizado. Cuatro imputados por delito continuado 
contra la Seguridad Social, fraude en subvenciones, malversación de 
caudales públicos, prevaricación y fraude y exacciones ilegales. Ayudas 
europeas, estatales y autonómicas de las que no queda rastro. Proyectos 
que nunca existieron. Trabajadores que nunca trabajaron. Retenciones de 
salarios que jamás llegaron al Estado. Una biblioteca cerrada y sin luz 
por impago. Una piscina que el año pasado tuvo que enchufarse a un grupo
 electrógeno. Naves vacías de viejos proyectos con los que se intentó 
frenar la emigración del campo. Plasenzuela llegó a presumir de ser un 
municipio sin paro. De los pocos que aumentó la población en el medio 
rural. Aquello fue en los años ochenta y noventa. Hoy quedan montones de
 paja y abono a los que es mejor no acercarse para evitar las pulgas; 
esqueletos de edificios a las afueras del pueblo. El sueño del 
desarrollo rural en ruinas.
Para mostrar la áspera ingeniería financiera del campo, Adrián 
González circula en tercera por una carretera de circunvalación. Se 
detiene frente a la báscula municipal abandonada. Aminora donde está la 
cooperativa textil que dio trabajo a las mujeres y llegó a vender 
prendas a El Corte Inglés; frena en la granja donde se criaron 14.000 
gallinas ponedoras, y junto a una construcción vacía donde se formó a 
futuros instaladores de fibra óptica de Telefónica, entre ellos José 
Villegas, el exalcalde del PSOE y principal imputado del caso Plasenzuela.
 Un hombre cojo, del que la mayoría de vecinos dice no tener noticias, 
aunque acaben reconociendo, al poco, que saben por dónde anda. Con la 
pista del alguacil, acudimos en su busca a un pueblo cercano, Torrecilla de la Tiesa.
 Al parecer, suele andar por una residencia de ancianos que gestiona una
 empresa suya. Llegando a Torrecilla, llamamos a un vecino de 
Plasenzuela para asegurarnos del paradero. “Sí, Torrecilla, ahí es”. 
Llegamos a la residencia. Al preguntar por él, una mujer responde: 
“Acaba de irse. Hace diez minutos. Una reunión”.
González sigue su ruta por las ruinas. Detiene el coche al borde del polideportivo,
 así llama a esta pista azul al aire libre, con el dibujo trenzado de 
varios juegos, y unos vestuarios a medio hacer. Ladrillo desnudo con 
grumos de cemento. Baloncesto, fútbol sala, balonmano. El anterior 
Gobierno local, el de Villegas, recibió una subvención de la Junta de 
Extremadura para levantarlo. Ese dinero nunca llegó a la empresa 
constructora. Abandonaron la obra. El plan de proveedores, en vigor 
desde mayo de este año, obligó a Plasenzuela a saldar la deuda, algo más
 de 100.000 euros, según González. Se pagó al constructor. Y de esta 
forma tan sencilla, se ha acabado abonando dos veces el mismo proyecto. 
Con el dinero de todos.
La pista azul funde las suelas de goma. Cuarenta grados. Es mediodía,
 no se ve un alma en el centro del pueblo. Ni una sombra. Ni el motor de
 un coche. Ventanas cerradas. Puertas cerradas. Las paredes encaladas 
brillan al sol como navajas. Los vecinos comienzan a revivir a media 
tarde. Sacan sillas a la calle, charlan en torno a un botellín de 
cerveza. Todos, o la mayoría, saben. Pero muy pocos hablan. Uno de ellos
 se pone metafórico. Hay dos carreteras en el pueblo, dice. Una lleva a 
Cáceres, la otra a Trujillo. Las dibuja sobre un papel, traza un círculo simbolizando Plasenzuela y dice: “Los tololos
 [gentilicio cariñoso] se pensaban que esto era un país cerrado. Que 
nadie de fuera se iba a enterar de lo que pasaba dentro”. Luego perfora 
el círculo con flechas, como si la localidad fuera un queso de Gruyère. 
Adrián González levantó la manta y la información comenzó a escurrirse 
por los agujeros, siguiendo el sentido de las carreteras: una juez de 
Trujillo dirige la investigación; la Unidad de Delincuencia 
Especializada de Cáceres va sumando folios al caso.
Y la vida en el pueblo sigue. A las nueve de la noche, cuando la 
sombra cubre la plaza Mayor, se celebra el primer pleno del Ayuntamiento
 de la nueva alcaldesa, Paqui Iglesias, del PP. Sucede al dimitido 
Adrián González. Tercer regidor en cuatro años. Iglesias trabaja en la 
residencia para la tercera edad, el único gran proyecto de los años 
noventa que logró arraigar en el pueblo. Y el único ingreso municipal 
aparte del IBI y las tasas habituales. Sus 32 empleados (alcaldesa 
incluida) llevan tres meses sin cobrar. Varias semanas al borde de la 
huelga. Iglesias se muestra reacia a hacer declaraciones. Dice que su 
partido le ha prometido apoyo. Poco más. Solo un vecino asiste al pleno,
 en una sala oscura con gruesas cortinas rojas en las ventanas y paredes
 de gotelé color salmón. El sofoco hace correr churretones de sudor por 
la frente de los concejales. Uno se lo seca con el cuello de la camisa. 
Se vota al nuevo teniente de alcalde. Una comisión de información. Unas 
obras en la residencia. El secretario municipal, Leopoldo Barrantes, 
también imputado e hijo de un señor de igual nombre que ejerció idéntico
 cargo en Marbella, procesado en la Operación Malaya, lee el último 
punto del día: “Hay unas obras de la AEPSA [Acuerdo para el Empleo y la Protección Social Agrarios,
 un plan de ayudas para el medio rural]. Pero no podemos solicitarlas 
por los motivos que todos conocéis”. Se levanta la sesión. Total, 18 
minutos.
De esos motivos que todos conocen, pero la mayoría calla, se puede 
empezar a hablar poco después en El Labriego. El hotel rural del pueblo,
 con bar y terraza y muros de piedra. “Un toque de distinción”, en 
palabras de un cliente, propiedad del constructor al que se le 
adjudicaron la mayoría de obras durante los años en que gobernó el 
imputado José Villegas. El Labriego es famoso porque en él se hospedaron
 durante años los Grimaldi-Hannover cuando venían de cacería a una finca
 cercana, Las Golondrinas. Los chavales del pueblo se sacaban unos duros
 cercando las presas por ojeo y, por la noche, la realeza monegasca se 
escapaba a tomar vodkas a la única discoteca de Plasenzuela. “La caza 
era lo de menos, venían de juerga”, se comenta en la terraza. “Eran muy 
limpios y educados, jamás tiraban una colilla al suelo”. Como el resto 
de episodios, las estampas pertenecen al pasado esplendoroso de 
Palenzuela. La última visita de Carolina y compañía fue en 2006.
Poco a poco va refrescando y comienzan a fluir las cervezas y las 
conversaciones. Un concejal socialista recién salido del pleno recuerda 
algún episodio de cuando venían los inspectores de Trabajo al pueblo y 
todos los que estaban dados de alta como empleados del Ayuntamiento 
acudían a la plaza a hacer cómo que trabajaban. “Todos somos culpables, 
el 80% del pueblo se ha beneficiado”, dice otro socialista, cuñado del 
imputado José Villegas. Un empresario venido a menos menciona que quizá 
fue demasiado llamativo lo del Audi del antiguo alcalde, sus tres 
chalés, las llamadas a su novia en Brasil con el teléfono del 
Ayuntamiento... La casualidad quiso que los acabara casando en Trujillo 
la misma juez que investiga sus tejemanejes. “En el fondo, ese hombre es
 un mochuelo, como le decimos aquí. No era consciente de lo que estaba 
haciendo”, dice el empresario. Y da un trago a su cerveza negra.
La factura del móvil municipal del mes de mayo de 2007 sumó 1.157 
euros en llamadas internacionales. Fue lo primero que levantó la 
sospecha de Adrián González, o eso dice. El cabrero acababa de entrar en
 el Ayuntamiento como concejal socialista, en las filas de Villegas. Lo 
nombraron tesorero y teniente de alcalde. Comenzó a ver cosas raras, 
como la factura telefónica, aunque tampoco le dejaban husmear demasiado.
 En febrero del año siguiente, por intercalar otro momento llamativo, le
 preguntó al alcalde José Villegas cómo hacía para mantener a raya a la 
oposición. Villegas le respondió (según González): “Muy sencillo, di de 
alta al marido de la portavoz del PP”. Poco después, el ganadero se 
presentó ante los barones regionales del PSOE con documentos que 
apuntaban ciertos fraudes. Villegas fue separado del partido. Adrián 
González lo relevó en la alcaldía a finales de julio de 2008. A 
principios de agosto, sonó el timbre de su casa. Era un vecino del 
pueblo. Venía a preguntar cuándo le daba de alta en la Seguridad Social.
 “Como es usted el nuevo alcalde…”, le dijo. No fue el único. Una semana
 más tarde denunció ante la Fiscalía sin saber toda la mugre que podía 
emerger de un pueblo de 500 habitantes. Uno de esos días, se levantó de 
madrugada y acudió a la colina donde guarda sus cabras. Las llamas no 
habían alcanzado aún las pacas de alfalfa y pudo apagarlas.
“¿Es gordo o no?”, pregunta González en la penumbra de su casa. Una 
parte del pueblo lo apoya, otra se le ha vuelto en contra. Sale lo 
mínimo. Sus hijos vuelven del colegio con preguntas incómodas. Por si 
acaso, él y su familia acuden al consultorio médico del pueblo de al 
lado. Sobre la mesa del comedor abre una carpeta con papeles y recortes 
de prensa. Documentos y cifras que ha ido guardando. En enero de 2010 el
 pueblo acumulaba una deuda de 2,9 millones de euros con la Seguridad 
Social, según un informe. “De 1997 a 2007 [todo el mandato de Villegas] 
no se pagó un duro”, dice el cabrero. Con esa cifra se puede hacer un 
cálculo rápido. Sale a unas 70 personas dadas de alta de media cada mes.
 No siempre eran los mismos, según la hipótesis de la investigación. A 
unos se les contrataba en junio, a otros en julio y así sucesivamente. 
Incluso hubo 50 magrebíes cotizando un tiempo, aunque nunca pisaron el 
pueblo. A muchos solo se les daba de alta unos días, los justos para 
acceder al subsidio agrario. Y, mientras tanto, el Ayuntamiento retenía 
la cotización a la Seguridad Social. Pero no lo ingresaba en las arcas 
públicas. Se esfumaba. Igual que las subvenciones y ayudas a proyectos 
que nunca existieron. Pero había trabajo. Una burbuja de pleno empleo. 
Todos contentos. Y en silencio.
“Estas ocurren cuando llega un dinero sin haberlo sudado”, dice 
Damián Ceballos. Regenta el bar-discoteca donde se divertía la corte de 
Mónaco. Su padre fue el primer alcalde de la democracia, Juan Ceballos, 
el hombre que logró colocar al municipio en el mapa. Un socialista 
peleón. Respetado. Un espectro intachable cuya larga sombra pasea aún 
por los callejones. “Si te viera Juan Ceballos…”, dicen aún algunos. Con
 él llegó la canalización de aguas y los vecinos dejaron de hacer sus 
necesidades en la fuente. Viajó a Madrid y Bruselas reclamando ayudas 
para el campo. Impulsó la cooperativa textil, la granja de gallinas, la 
residencia de ancianos, la biblioteca construida en un viejo cuartel de 
la Guardia Civil. Ideó un modelo de desarrollo. Murió de leucemia en 
1996. No había cumplido 50 años. Nunca tuvo sueldo de alcalde. Le 
sucedió José Villegas, su delfín. “Y de ser un pueblo modélico, todo 
quedó congelado. Pasamos de aprovechar hasta la cara B de los folios a 
las facturas de Brasil”. Damián muestra un reportaje de prensa sobre su 
padre. “Ha conseguido casi erradicar el paro de su pueblo”, se lee en un
 destacado. Aunque poco antes de morir, recuerda su hijo, Ceballos 
repetía como una premonición: “¿Hasta cuándo va a durar la anestesia de 
Europa?”.
La anestesia. En este pueblo, uno tiene la sensación de recorrer una 
España a escala. El símbolo de algo que pudo ser y pinchó a medio 
camino. La fiebre del dinero barato. Las ayudas al desarrollo 
dilapidadas. La confusión entre lo público y lo privado, sea con un 
teléfono municipal o con viajes de ocio a Puerto Banús, como los de Carlos Dívar.
 La deuda se renegocia en Madrid y no en Bruselas. Y el alcalde viaja a 
la capital en autobús y se entrevista con “unos señores de traje” que 
hacen “cuentas en una calculadora”. Lo recuerda Adrián González junto a 
su ganado. Por el camino que linda con su parcela va un hombre con 
sombrero de paja. Sus pisadas levantan polvo como una interrogación en 
la tarde. Mira de reojo. No pierde detalle. Es un policía nacional al 
que trasladaron hace unos años a Cáceres. Se vino a vivir a Plasenzuela.
 La casualidad lo colocó al frente del caso. Como si fuera el sheriff, las cabras oscuras lo siguen desde el redil con mirada ausente.
domingo, julio 22, 2012

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